jueves, 18 de agosto de 2016

Colgado como un muerto

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No es lo mismo morirse para un hindú, budista, cristiano o un indígena en cualquiera de sus naciones tribales. A cada uno le espera un destino final según sean sus creencias.
Los rituales siempre me llamaron la atención desde que me enteré que la religión más antigua y responsable del nacimiento del cristianismo, el judaísmo y el islam (el Zoroastrismo) dejaba a sus muertos en terrazas donde los buitres pudieran hacer de ellos su alimento. Incluso en la actualidad se estila esta práctica de entierros aéreos en el Tibet, a campo abierto y con la ayuda de descarnadores que hacen que los animales alados tengan menos trabajo a la hora de comer. Claro que también existen variantes como la de los hindúes con la quema del difunto y su destino en el río, o como en algunas tribus asiáticas del tipo de los Ibaloi donde los cuerpos se momifican como lo harían en el antiguo Egipto. Nosotros en Occidente enterramos, cremamos o apilamos para abaratar costos, pero también hay quienes meten los cuerpos en el interior de los árboles como los Toraja. Parecen interminables las formas de disponer de los difuntos y sería muy largo enumerarlas con total detalle, aunque sería morbosamente interesante.

 
Pero éste post sólo trata lo referente a los Igorot, un grupo étnico que en tagalo significa “gente de la montaña”. Corresponden a una etnia de las tierras altas de las filipinas, más precisamente en la zona de Cordillera en la isla de Luzón. Son pueblos indígenas que viven de la agricultura en pequeñas plantaciones en terrazas de la zona de Ifugao y que conocen el arte de modificar las generosas montañas para su beneficio desde hace más de 2.000 años.
Son descendientes de antepasados malayo-polinesios y fueron conocidos en otras épocas por ser tremendamente guerreros y denominados como cazadores de cabezas. Decían que las cabezas otorgaban los poderes y la esencia del vencido, pero por suerte ya se han convencido que no les da mucho resultado.


Lo interesante ocurre en la aldea de Sagada, donde desde hace más de 2.000 años los Igorot cuelgan a sus muertos en ataúdes adheridos a las laderas de la montaña para que lleguen con mayor facilidad al cielo, donde viven sus dioses. Desde esos lugares se supone que los muertos pueden observar y cuidar a sus familias, y para que el trabajo no sea tan cansado algunos les enganchan una silla junto al féretro.
La costumbre también puede ser analizada de manera un poco más pragmática ya que dejando el ataúd entre el cielo y la tierra se ahorraban el espacio de cultivo y se lograba que los animales carroñeros no llegaran hasta ellos. Pero quedémonos con lo curioso de la práctica.


El “Echo Valley” es uno de los lugares donde se acumula mayor cantidad de ataúdes colgantes. El acceso es bastante fácil y los guías turísticos se encargan de que nadie los pase por alto ya que son difíciles de divisar a simple vista.
Existen en otros lugares tales como la zona de Sungong y es posible encontrar un poco de todo: féretros arbóreos abiertos, cerrados, cráneos, clavículas, húmeros… sillas. No solo hay en los peñascos, piedras o acantilados, también se los puede encontrar en los lugares más insospechados, en recovecos, grietas y en pequeñas o grandes cuevas.


Usted solo debe preguntarle a un local si existe algún "hanging coffins" por el lugar y ellos le indicarán los caminos más estrafalarios como si se tratara de lo más normal del mundo.
En la actualidad los Igorot ancianos pueden seguir esta práctica de antaño en los alrededores del Echo Valley. La tradición marca que el ataúd lo debe realizar el mismo difunto antes de morir (claro). Suele ser un tronco de árbol vaciado donde se coloca el cadáver en posición fetal. Una tapa de madera con dos estacas a cada extremo y listo. No hace falta nada más.


El día del entierro, se viste a la persona fallecida con los colores y telas de su familia para que sus antepasados en el más allá lo reconozcan fácilmente. Los dioses piden como ofrenda el sacrificio de 20 cerdos y 60 pollos para este gran día. Los familiares vivos llevan el ataúd hasta el borde del acantilado, esperando que en el camino les toque alguno de los fluidos corporales de la persona fallecida, porque creen que contienen su talento y buena suerte (pero , como dije, ya no cortan cabezas para el mismo efecto).
Allí lo depositan, cuelgan o descuelgan, con absoluta pericia, puesto que algunos lugares son prácticamente inaccesibles, y más complicado aún si hablamos de llevar y colgar un ataúd de más de 100 kilos en una pared de piedra.


Esta tradición de enterramiento milenaria también se encuentra en otras zonas del planeta como Indonesia y China. La mayor pila de ataúdes colgantes se encuentra, cómo es lógico de esperar, en China, en la provincia de Guizhou y fue descubierta hace tan solo 10 años. En ese lugar más de mil ataúdes cuelgan en un abismo casi inaccesible ordenados por su árbol genealógico, con las generaciones más antiguas arriba y las más jóvenes abajo.
Pero en Sagada han pasado miles de años donde todos los días al atardecer, se inundan las casas, montañas, barrancos, terrazas, caminos, acantilados y tumbas, de enormes nubes que acercan el cielo a la Tierra.
Y ellos están a mitad de camino.

Taluego.

Fuentes :  http://www.thevintagenews.com y https://caminaresunarteolvidado.wordpress.com

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