lunes, 2 de octubre de 2017

Cuento - Exterminio

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A Telémaco Rodriguez en la Federal lo llamaban "El Lobo". Su metro ochenta y físico trabajado imponían respeto mucho antes de escuchar su vozarrón cargado de testosterona retumbando entre las paredes del centenario edificio del cuartel central. Admirador de John Wayne, había trabajado duro como cadete en la escuela de policías Juan Vucetich y luego en la calle, como para llegar a integrar el servicio secreto que la fuerza desplazaba a Tucumán cuando hacía falta hacer un operativo relámpago para atrapar o eliminar a algún subversivo. Luego, si tenía la suerte de matar a alguno en un enfrentamiento franco, le tocaban los seis meses de licencia post traumática y un premio en monetario como para que en la próxima redada no le molestara recorrer los 1246 kilómetros que lo separaban del Operativo Independencia que el gobierno democrático había establecido para aniquilar el accionar de la Compañía Ramón Rosa Jiménez del Ejército Revolucionario del Pueblo, así como a los combatientes enviados a apoyarlos con la idea de crear un "foco revolucionario" en el hermoso e intrincado monte tucumano.
Nico lo conoció un día de los pocos en que iba a visitar a su padre a la fábrica de autoelevadores donde El Lobo montaba guardia como personal de seguridad. Apenas lo vio lo escuchó ladrar un "está dulce" al franquearle la puerta de entrada. Claro que lo primero que hizo Nico fue preguntarle a su padre, el gerente general de la planta, que qué era eso de "dulce".

-Es que como viniste en remera a simple vista pudo verificar que estabas desarmado o "dulce" como dicen ellos- fue la simple respuesta.

A Nico le pareció una sobreactuación. Aún no entendía que existiera otra posibilidad para un joven de diecisiete años que la de ir desarmado por la vida. La cuestión era que El Lobo y cualquiera de sus amigos de turno en la vigilancia estaban tan orgullosos de sus vidas de película que siempre terminaban hablando de más, creando un pequeño guión de película con cada paso de sus carreras. Cada vez que volvían de uno de los operativos no paraban de contar con lujo de detalles, que no excluían movimientos en cámara lenta, cómo habían perseguido a tal o cual, saltado muros y cruzado patios traseros, hasta disparar la bala letal mientras sus cuerpos recorrían una perfecta curva en caída libre desde lo alto de una medianera hacia el pasto recién cortado de alguna casa. Eran relatos de western llevados a los setenta y relatados mientras su actor principal utilizaba las perforadoras de banco de la empresa para taladrar huecos en balas simples para convertirlas en perforantes. Se trataba de un diseño sencillo de deformación forzada con la punta hueca y un inserto metálico, que normalmente era una bolita de rulemán,  sellada con una gota de lacre, que al impactar penetra en el núcleo forzando la expansión del plomo. Ese mismo núcleo duro es el que potenciaba la capacidad perforante mientras que la expansión asegura el mayor daño posible en el tejido del blanco.
Todos los de las fuerzas de tareas las fabricaban de forma casera y clandestina. No querían dejar la posibilidad de que un subversivo al que le habían acertado, lograra levantarse, devolverles otra bala o intentar huir.
Por eso el peor enemigo del Lobo y sus secuaces no eran los subversivos, sino sus propias bocazas. Eran felices reviviendo para el público cada incursión con lujos de detalles haciendo hincapié en que cada muerto representaba seis meses pagos en los que podían trabajar como vigiladores privados.
Pero no todo el mundo lo disfrutaba tanto.
Poco tiempo pasó para que unos pocos se dieran cuenta que dentro de la misma fábrica existía una célula extremista oculta y latente. Todos menos El Lobo y sus secuaces, ocupados como estaban en la veneración de ellos mismos.
Bajo la apariencia de un supuesto activismo gremial se ocultaba el viejo esquema de convencer al obrero desde el llano. Los militantes teóricos de universidad que propugnaban el vuelco al comunismo habían notado que su propio nivel intelectual los alejaba de las masas y que lo mejor que podían hacer era bajar al llano, hacerse pasar por obreros y diseminar la semilla de la rebelión.
Así un reducido grupo de doce comandados por un licenciado en filosofía y letras que ocupaba el puesto de aprendiz de tornero habían comenzado a militar orientando sus primeras acciones en convencer a la patronal de conceder ciertos beneficios laborales que consideraban imperativos y justificados. En realidad eran pruebas de liderazgo que se vieron teñidas con vestigios de subversión en el mismo momento en que para conseguir las conquistas sociales amenazaron de muerte al gerente general, su esposa y sus dos hijos.
Asi Nico vivió la paranoica zozobra del que debe permanecer en casa, con miedo a que algún loco le dispare en un supuesto ajusticiamiento en aras del poder popular. Aprendió que cualquiera que apuntara un arma contra él o su familia era el enemigo a destruir. No importaba si era un subversivo, un guerrillero, un revolucionario, un milico , un policía o un ladrón. Ni siquiera cual era el color político de sus ideas. Aprendió que como víctima potencial y desarmada cualquiera que empuñara un arma en su contra era un enemigo que debía ser exterminado.
Claro que mientra él aprendía ese abecé de los setenta, su padre cedía a la exigencias en un exitoso intento de protege a su familia. Pero el grupo ya había quedado expuesto. Las cartas estaban echadas. Era cuestión de tiempo para que la bomba explotara y los constantes cuentos del Lobo lo llevaran a un camino sin retorno.
La pequeña fábrica siempre había sido una gran familia hasta la llegada del activista universitario. Estaba la tía secretaria del gran escote que a todos hipnotizaba con la cadencia de sus movimientos, el capataz tío solterón que convocaba a las lechonadas regadas con buen tinto, el contador primo cordobés con sus ocurrencias que hacían reír a todos, la encargada madre protectora que ordenaba todos los desastres y el sereno abuelo simpático que cuidaba la casa cuando todos estaban disfrutando de sus vidas privadas.
Ése era Ignacio Chaves un abuelo con cara de tano y apellido español que había cumplido los setenta años y los sábados cumplía las funciones de sereno en la fábrica. Sábados que trágicamente también usaba el Lobo para su producción de balas. A las 14 horas de ese apacible día de junio de 1975, apenas el Lobo salió para su casa, se lo vio a Ignacio tomar la visera de su gorra gris y tirarla para abajo unos centímetros.
El Lobo ya estaba marcado.
A cien metros un Peugeot 504 bordó mantenía el motor en marcha y el techo corredizo abierto. Apenas Ignacio volvió a entrar a la fábrica el auto se puso en marcha siguiendo el derrotero del servicio secreto de la Federal. Sobre la calle Herrera una mujer de cabellos ondulados de color rojo intenso y pecas haciendo juego,  apodada "La Colorada" se asomó por el techo corredizo como si fuera una torreta de tanque y extrajo de debajo de un poncho salteño que combinaba con su pelo, una ametralladora Ak-47 con la que barrió al Lobo acertándole un total de veinticinco balas sin que éste pudiera darse cuenta de lo que le había pasado.
El Lobo ya no la contaba.
Nico pasó con su padre apenas unos minutos más tarde, lo suficientemente pronto como para poder ver el cuerpo ensangrentado que la morguera cargaba en medio de un silencioso operativo militar.

El lunes siguiente en la fábrica todo fue callado y calmo. Aún no habían terminado de comentar con lujo de detalles lo que sabían que había pasado, cuando un camión del Ejército Argentino se detuvo al frente de la fábrica y descendieron no más de veinte soldados bien equipados. No dudaron ni un momento. Fueron a buscar a los doce, uno por uno a cada puesto de trabajo. El aprendiz de tornero con título universitario, la secretaria ejecutiva, el operario de grúa, el cortador de soplete, el mecánico, el cadete y por supuesto, el viejito de setenta años que había obrado de entregador.

Todo fue inútil. Una vez que subieron al camión ninguno de los trámites de Abeas Corpus o pedidos de paradero sirvieron de algo. Una procesión de familiares acudió cada día a la fabrica, al regimiento y a cualquier cura que pudiera interceder en algo, hasta que el cansancio los hizo desistir de la ilusión de recuperar aunque fuera algún cuerpo.
Pero de los doce, ninguno, nunca apareció.

Dicen que sus nombres ni siquiera fueron incluidos en el Monumento a la Memoria. Que sus familiares nunca recibieron ninguna compensación monetaria. Dicen que fueron borrados de la tierra como si nunca hubieran existido. Que no figuran en el Nunca Más.
Es que apenas unos meses más tarde comenzaría el verdadero exterminio.
Y desde allí escribirían la otra historia.

O.Pin
Febrero 2017
Basado en hechos reales


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